sábado, 23 de marzo de 2024

Alejandro

  

Aquella noche de noviembre de 2005. La foto es de Mario García Joya «Mayito». Estamos en la terraza de su casa. Desde la izquierda, Alejandro Armengol, la doctora Niurka de la Torre (mujer de este autor) y la actriz Ivonne López Arenal (mujer de Mayito). Concentrémonos en Alejandro. Tiempo para un tabaco y para recostarse, tranquilo, remoto, y dedicarse a la contemplación de algunos de sus amigos presentes en el convite —Lichi Diego, Rafaelito Rojas, Norberto— que se desgastan en algún debate político sobre Cuba. Él no. Él deja esa «temática» para sus juiciosos escritos que publica El Nuevo Herald o el portal Cubaencuentro. Es lo que hace. Actúa como una vaca sagrada de él mismo. Dispara desde posiciones que lo hacen inalcanzable a la fogosa artillería verbal de sus compatriotas. Ataca desde la pantalla de su computadora y luego de un sólido retozo con las palabras y los conceptos, apaga máquina y se va a la mesa donde aguarda la cazuela de frijoles negros espolvoreados de azúcar, unas pisquitas, hechura de la preciosa Sara Calvo que lleva media hora llamándolo con un insistente: «Tati, deja tranquilo a Fidel y ven a comer.». Para una mujer que escondió en su casa al Chino Figueredo, herido, después de su participación en las acciones del asalto al palacio presidencial y que trasegaba con armas para el Directorio Revolucionario 13 de Marzo a través de aeropuertos infestados de esbirros batistianos, recibir la noticia de la muerte de su marido y que la verdadera razón por la cual once días atrás se lo llevaron en ambulancia para el Kendall Hospital era un cáncer en el páncreas, no sirve de ninguna protección. «¿Tati? ¿Qué Tati está muerto?» Jueves 21 de marzo. 4:30 PM. Había limpiado la casa y era todo alegría porque Marianita la hija, la había llamado que iba para allá, y ella pensó que le traían de vuelta a Alejandro. Al abrir la puerta, le costó trabajo entender el significado verdadero de sus hijos y nietos, mudos, paralizados, en el umbral.

miércoles, 20 de marzo de 2024

El fin del mundo


Como me decía Eliseo Diego en su lento, cuidadoso hablar: «Ya nadie lee a Malraux.» Yo siempre asocio ese recuerdo a otro del mismo Eliseo, cuando me describía la angustia que lo atrapaba al mirarse en un espejo y descubrir las huellas de su edad. «El hombre que yo veo ahí no tiene nada que ver con el joven que yo soy. Les digo algo: Tú envejeces solo en la piel.» Y en el caminar, le pude haber dicho, pero me abstuve. Y en esas opiniones sobre cualquier cosa que emitía como si cruzaras un campo minado. Y también me pasé con ficha. Eran unas mini tertulias que teníamos a cada rato en el apartamento del edificio de prefabricado otorgado por la agencia Prensa Latina al poeta Raúl Rivero a principios de los 80, apenas regresado de su quinquenio como corresponsal en la Unión Soviética. Los dos poetas despachaban hasta el fondo cualquier botella de ron o aguardiente que hubiesen conseguido mientras yo los contemplaba desde mi refugio de café frío y cigarros.

Eliseo estaría entonces en sus 60, y Raúl y yo pegados a los 40. Aquellos 20 años de diferencia eran un abismo que nosotros intentábamos vadear a base de preguntas sobre ese territorio en el que él ya habitaba. Qué cosa más curiosa. No queríamos saber cómo habían sido las cosas en el pasado. Sino cómo eran en ese futuro en el que creíamos verle flotando. Estaba frente a nosotros, en una sala de las ásperas paredes de los edificios construidos en los anillos exteriores de La Habana por brigadas de voluntarios, sentado en una poltrona con forro de estampados, bebiendo ron sin descanso, y uno escuchándolo como si él nos trasmitiera de una nave en los confines del cosmos. Entonces, inevitable, pero también admonitorio, y como en un ritual de venganza contra todos los que le sobrevivirían, nos recordaba sus versos de última factura en «Testamento», el aterrador poema: «… no poseyendo más / entre cielo y tierra que / mi memoria, que este tiempo; / decido hacer mi testamento. / Es este: / les dejo / el tiempo, todo el tiempo.» Sí, desde luego que estaba trasmitiendo desde los confines del universo, y de seguro desde esa zona donde supuestamente el tiempo y el espacio se unen. Raúl, el Gordo Ruli, tragaba en seco, y yo escapaba con una imprecación: «¡Cojones, Eliseo!» Acto seguido, como programado, le tocaba el turno al francés. Era el momento, reiteradamente, en que Eliseo lo sentaba entre nosotros. Quién diablos le iba a decir a André Malraux que él se iba a posesionar de una minúscula sala de un edificio de microbrigada donde oficiaban tres cubanos, una botella de aguardiente Coronilla o con suerte una de Flor de Caña nicaragüense (¡gloria eterna al Frente Sandinista de Liberación Nacional!) y una cajetilla a medio consumir de cigarrillos Populares o con suerte una de Montecristo de exportación, ventilado el estrecho ambiente gracias a las puertas abiertas al balcón a la calle de aquel primer piso y con la colaboración de un infatigable ventilador Orbita-5 de aspas plásticas adquirido por Raúl en un almacén de la Avenida Kalinin de Moscú. Y allí, en medio, André Malraux y su vehemente ambición de dejar una cicatriz sobre la faz de la Tierra invocado por la nobleza patriarcal de Eliseo Diego y el asentimiento de sus dos atentos discípulos. «Ya nadie lee a Malraux», insistía. Y el rencor subyacente en su entrega del tiempo en el terrorífico poema, se convertía en lamento, aunque la naturaleza de su origen fuese la misma.

Eliseo nos pontificaba sobre una era que se extinguía con celeridad. Una en la que ya no habría grandes escritores. Escritores verdaderos, quiero decir, recónditos, viscerales, que asaltaban la inmortalidad gracias a una novela y a veces hasta con un poemario. Vamos, que ninguno de ustedes sabe lo que es eso. ¿Se imaginan lo que es ser William Faulkner? Y luego ufanarte de que serás recordado por los siglos de los siglos gracias a lo que has producido sobre la panza metálica de una carretilla virada al revés y con tu solo equipamiento de papel, lápiz, tabaco y el contenido de una caneca de bourbon. O declarar que dudas si ir o no a buscar el premio Nobel en Estocolmo porque tienes una vaca a punto de parir en el establo.

El último de los nuestros que parece haber logrado esa posición de deslumbre y privilegio fue Gabriel García Márquez, pero con un pecado a rastras del que nunca logra desprenderse, uno capital: que suele ser tan buen escritor como comerciante. Se bandea muy bien entre los dos oficios, realmente, aunque en el material surjan a primera vista los indicios de contaminación. Ni qué decir de esa oleada impuesta por el mass market de los gringos, donde los autores se las tienen que arreglar con editores que solo entienden de vender libros by the pound, libros por libras, como dicen en las tiendas de comida ya preparada para llevar. Igual que los españoles de la misma hornada, millonarios, coletas cortadas y jeans, o lo que ellos llaman vaqueros. Tengo fresco el reclamo de un editor español que me pedía que escribiera como uno de mis compatriotas literatos, Leonardo Padura, para el que no valía mi argumento de, pero, coño, ¿tú quieres que yo imite a un imitador mío? Nada. No entienden nada. Sobre todo, no entra en sus cabecitas que, para un escritor auténtico, la escritura de una novela es una empresa igual en sus ambiciones y en el costo paralelo de desgaste emocional y físico al de Miguel Ángel cuando le encargaron llenar el techo vacío de la Capilla Sixtina. «¿Cuál es el problema, amigo?», decía mi editor. «Lo que te estoy pidiendo es una novela. Tres meses de trabajo y ya.»

La realidad indica que la promoción de los escritores agregados al lamento de Eliseo sigue siendo un coto muy cerrado, no importa que estén condenados a no ser leídos, amén de que, con su probable extinción, desaparezca con ellos el amoroso recelo de los grandes editores como Maxwell Perkins. Tienes que estar ungido. O ser un orate. Un obstinado. En mi generación de cubanos yo solo conocí a dos criaturas de esta especie: Guillermo Rosales y Reinaldo Arenas. Y los dos se suicidaron. Y no por lo que informaron los obituarios y los corrillos, que si Guillermo se había volado los sesos de un pistoletazo porque no le concedieron una beca de la Guggenheim y que si Reinaldo le pidió a un mariconcito de su cófrade que lo ahogara con una bolsa de plástico porque tenía sida hasta en las uñas y ya no llamaba la atención en los baños públicos. No. Los conocí muy bien. En su búsqueda del absoluto, encontraron el fracaso. Su historia verdadera es que les faltó la histamina para la última milla.

En esta exploración mía sobre el mundo en el cual nací (llegué a tiempo para sus últimas batallas) y donde me hice escritor, falta el amigo que permanece en tierra y aguanta el cometa por la punta del hilo: el lector. Amigo desconocido y anónimo perteneciente a un ejército que, según las noticias, cada día cuenta con más bajas. Uno de ellos, el que determina el valor del presente volumen y de lo que tratan los textos de La extraña felicidad es su propio autor, Ismael Carvallo. Un libro sobre libros, uno para los exiguos lectores, aunque los que quedan parecen mostrar la misma resistencia de los Malraux de Eliseo. En fin, a los desertores, dejémosles lo que se merecen. Dejémosles el tiempo. Todo el tiempo.

jueves, 14 de marzo de 2024

El gusto de equivocarse


Los amigos no se esconden ni se pasan con ficha, tampoco se convierten en forros (sigo hablando de dominó). Yo, por ejemplo, le tengo un profundo cariño a Norberto Fuentes. Pueden decirme lo que quieran, menos cuestionar el respeto que siento por él y por su obra.

La lectura en mi adolescencia de un libro suyo, Condenados de Condado (1968), fue decisiva para que yo intentara escribir. Eso se agradece de por vida. Tirando de ese hilo llegué a sus reportajes periodísticos (de los mejores escritos en la Cuba de los 60) y a Hemingway en Cuba (1984), obra monumental e irremplazable.

Conozco a muy pocos cubanos que escriban tan bien como Norberto. Pero aun si fuera mal escritor, defendiera mi derecho a ser su amigo y a admirarlo. Antonio José Ponte también es uno de los cubanos que más quiero y admiro. Es tan buen escritor como Norberto. Los dos se saben queridos por mí y tienen conocimiento de mi cariño por el otro.

Estoy convencido de que la base de todo no es el limón sino la honestidad. Nunca le he ocultado Norberto a Ponte ni Ponte a Norberto. Todo esto no es más que un ejemplo. No hay necesidad de mentir para querer lograr algo, basta con ser transparente.

La inmensa mayoría de las cosas que nos han ocultado a los cubanos, no se han logrado. En eso Martí se equivocó, como nos hemos equivocado todos sin necesidad de ser apóstoles.


* * *

En la foto, Camilo Venegas con su mujer Diana (que él, curiosamente, llama «mi pareja») en mi casa la noche del 3 de febrero hasta la madrugada del 4 mientras ignoraban los zumbidos de sus celulares emitidos no se de qué otra parte de la Florida donde, creo, habían dejado encerrada en un closet a una tía y que, a Camilo, finalmente un elitista, le pareció inoportuno incluir en la comitiva matrimonial que visitaban al augusto autor cubano, que es el que queda a la derecha de la imagen, la que ha sido captada con otro celular por la que vendría a ser «mi pareja»: la doctora Niurka. Acabamos de llegar de un restaurante que nosotros llamamos «Los Tarros», uno de los establecimientos de la cadena de Longhorn, donde adiestré al discípulo Camilo en el jamado de unos sólidos chuletones de ternera adelantados por bullentes sopas de cebolla y echados a rodar hacia el fondo del estómago con sendas pintas del glorioso laguer bostoniano de Samuel Adams escanciados desde las espitas. Las damas, no. No se cual de ellas imitó a la otra, pero se fueron ambas por unas suaves y —aseguraron ellas— muy saludables ensaladas de las hierbas habituales de la ocasión, lechuga, tomate, berro, brócoli, amén de aderezadas con blue cheese y nueces y uvas y hollejos de mandarina y trocitos de manzana. Vaya, una especie de cóctel de frutas sobre gajos picoteados. En fin, que Camilito y yo nos hartamos de carne y del espeso caldo de cebollas y el espumeante laguer bostoniano hasta el cuello (el cuello, pero por dentro). Tanto, que cuando llegamos a mi casa, para el café y las descargas finales de la noche, a mí me había crecido la panza de tal manera que solo puede ser descrita con el lugar común de que parecía un tambor. Días después, cuando recibo de Santo Domingo —donde residen los visitantes— las dos fotos de la velada, en una de ellas el panzón se revela yo diría que de forma obscena. La otra foto es más bonita y estamos los tres sonrientes y felices. Mi advertencia a Camilo, de que si publicaba la foto de la panza iba a matarlo, fue desobedecida de manera rampante. Y a la hora publicar en su blog El Fogonero —bajo el título de «Martí se equivocó»— el gracioso texto que encabeza esta nota y que yo reproduzco en su integridad no tuvo reparos en emplear la imagen prohibida como ilustración. Y ahora yo me veo en esta situación de reservar pasaje en American y en la disyuntiva de decidirme por la Glock o por el machete Gurkha con hoja de 20 pulgadas. Aunque no está mala la idea de encerrarlo en el closet con la tía, si aún la infeliz se encuentra allí, aunque despojado de su celular.

lunes, 26 de febrero de 2024

Quemados por el sol


Respuesta de mi amigo Pedro al mensaje en el que requería su opinión sobre los argumentos empleados cada vez con más frecuencia en los medios que se ocupan de Cuba. Estamos, según se desprende de ellos, y casi por unanimidad, a las puertas del colapso de una nación. Yo hubiese querido ser el autor de esta respuesta de Pedro. La extraigo de la intimidad de nuestros diálogos vía Internet y la publico, con su autorización desde luego. Apenas un párrafo. Dice Pedro:

[3:51 PM, 2/19/2024] +5X X XXXX XXXX: La Revolución Cubana tal como la conocimos terminó el 25 de noviembre de 2016, con la muerte de Fidel Castro. El período que ha seguido desde ese momento aún no es posible definirlo, aunque sin duda parece uno de letargo, de indecisiones, de desgobierno. El éxodo cubano, una constante en estos 65 años de período revolucionario, actualmente algunos lo achacan a las promesas incumplidas. Pero la verdad es que el cariz de éxodo que se ve hoy se debe a una falta de dirección, estímulos y revolución, pese a las peores adversidades. Las promesas del pasado fueron cumplidas: Fidel prometió una aventura revolucionaria, un país con dignidad y una historia única. Lo que pasó luego de ese día de noviembre de 2016 ya no es responsabilidad de él. Sino de los que gobiernan, los que están ahí, los que seguimos vivos y conscientes. Quienes se van, lo hacen como ovejas descarriadas, aquellas que no tienen un pastor, un guía, un pescador de hombres. ¿Acaso nosotros no nos sentimos también así?

lunes, 19 de febrero de 2024

Una edición muy especial

La edición especial de El último santuario está disponible en Amazon. Contiene documentos inéditos, un portafolio de las fotografías en colores de Ernesto Fernández en el teatro de operaciones y una ampliación considerable de sus imágenes en blanco y negro. La cubierta es de tapa dura. Cliquee aquí.



jueves, 1 de febrero de 2024

Más allá de la noche


Anuncio, con todo orgullo, la salida de una nueva edición, totalmente restaurada de acuerdo con su original, de El último santuario: Una novela de campaña, mi libro sobre Angola.


Uno despega de una instalación muy cercana al cementerio de aviones del aeropuerto «José Martí», de La Habana, y recorre 11 000 kilómetros a través de la noche atlántica. Y después tienes tu buen año. De lo mejor que se podía tener entre el 10 de noviembre de 1981 y el 20 de diciembre de 1982. Imaginen. Uno compartió el funche con un guerrero chokwe. Anegó sus viejas botas de soldado en el Luassenha. Oyó cantar una ametralladora ligera RPK en un cimbreante maizal al norte de Matala. Vio un pelotón de gente de la floresta con las cintas de proyectiles de RPK en bandolera. Cruzó el Longa y el Cuando y el Cubango. Atravesó la Sierra de Candjival. Durmió sobre una piedra de las ruinas de Chitapua y aceptó, resignado, el indolente y cada vez más próximo relampagueo bajo la capa de un soldado quimbundo. Voló a la base sitiada de Baixo-Longa. Participó del asedio a la 19 Región UNITA. Estuvo a bordo de todos los hermanos soviéticos Antonov, los entrañables chipojos, que remontaban el cielo de la errepeá, y a bordo de todos los melones Mi-8 que se daban a respetar en el TOM Angola. Abrió trocha con un BTR-152 en las márgenes del Cubelai. Vació su cantimplora con los desarrapados defensores de Baixo-Longa y escuchó su alucinante narración y estuvo en el área de enfoque de sus amarillentas miradas cuando decían soportamos, camarada, una primera oleada de asalto compuesta por mujeres y niños, movidos como ganado por la UNITA, y gritamos, camaradas de la población civil, vamos a tirar de la cintura para arriba, todo lo que se encuentre de la cintura para arriba es kwacha.


De la nota de Amazon:
El prominente periodista y cuentista cubano Norberto Fuentes describe desde Angola las vicisitudes del cuerpo de internacionalistas cubanos que marcharon a aquel país para defender —frente a sudafricanos y las avezadas tropas insurrectas de la UNITA— el endeble gobierno de un país acabado de independizar después de siglos de brutal colonialismo. Cálido reportaje de guerra que, en efecto, puede leerse como una novela. Pero cuya adquisición resultaba prácticamente imposible desde que se publicó su única edición, en México, en 1992. La presente edición, que ha sido restaurada de acuerdo con los originales del autor, debe ocupar desde ahora un sitio prominente en la bibliografía del proceso histórico más debatido, sino importante, del continente en los últimos 70 años.

El último santuario, la novela de campana de Fuentes, es, en mi opinión, su obra más cautivadora, y ciertamente la de más alto valor literario.
—Alfredo Cumerma

Estamos entonces ante una gran novela. Y es grande porque, en tiempos de mediocridad… hay alguien que —codeándose con Hemingway o Malraux— nos quiere hablar una vez más del heroísmo en una guerra como troquel del hombre.
—Ismael Carvallo Robledo

Es el último escritor romántico. Ya en el mundo no existen esos escritores. Norberto Fuentes es el último.
—Lisandro Otero


Fotografías de Ernesto Fernández
COPYRIGHT © 1982, 2024 BY ERNESTO FERNÁNDEZ
Prohibida su reproducción

sábado, 20 de enero de 2024

El divertido arte de matar

Luis Agüero se acordó hace poco que él era un escritor. Para beneficio de los lectores, este reactivar de su memoria ha comenzado a dar frutos, y es así que, debido a ello, ahora disponemos de una producción de nuevas novelas cubanas. O el intento de que sea una producción. Es un beneficio doble. Porque, aparte de que sus novelas son divertidísimas, él también ha descubierto (o redescubierto, porque al parecer se le había olvidado) que no hay nada más divertido que escribir. Bueno, si no se trata de uno de esos escritores de alma torturada, que toman el oficio como un perenne ascenso al Everest. Que si no coronas y posas ante la cámara con la banderita de tu país, te quedas hecho un bloque de hielo en el paso de Hillary. Luis no. Luis no sale de los calorcitos. Primero el de su natal Consolación del Sur, en Pinar del Río. Ahora en el de su asilo final en el condado de Miami-Dade. (El único hielo a su alcance por estos lares son los cubitos que se derriten en los jaiboles.) Pero además aquí tenemos la situación que, en este desperezo de la memoria, Luis comprueba que hurgar en el origen de tu proyección literaria te puede llevar igualmente a la envidiable posibilidad de rendirte homenaje a ti mismo. Descubre a un remoto Luis Orticón, su alter ego como columnista de la sección «Imagen y sonido» de Revolución, en la época dorada de la crítica de su género (años 59-60) en que tal ejercicio del criterio —como le gustaba verlo a nuestro sacrosanto José Martí— no terminaba en la página del periódico sino en unas monumentales riñas a botellazos, jabs al mentón, pasteles aplastados en la nariz y en interminables hasta el cansancio mentados de madre en la cafetería de Radiocentro, entre el productor de unos supuestos agravios —el crítico— y sus ofendidas víctimas —los criticados—, frente a la roja escalera que daba acceso a los principales estudios de radio y televisión del país. Fue el recinto en el que Luis (¿Agüero? ¿Orticón?) ganó fama como pugilista y también como la criatura más vapuleada de la prensa nacional (¡y todo por la maldita desgracias del ejercicio del criterio!) amén del bien merecido récord de haberle propinado a Armando Bianchi, un conocido galán de la época, una sonora secuencia de bofetones (galletazos, en términos cubanos), por una «cabrona columna» de la que ya ni del mismo Luis se acuerda, ni lo dicho en ella que provocó la ira sin tregua del veterano galán.

En fin, que nuestro querido Luis ha regresado. Se acoge al arte de la novela para evitar malentendidos con los personajes y la crítica a los que, al final, los somete un revivido Luis Orticón. Amén de que en Miami-Dade no hay cafeterías como la de Radiocentro, y cualquier destrozo que te permitas incurrir en La Carreta o en un Versailles hay que pagarlo en cash aparte de que te paran delante de un juez y tienes que elegir entre declararte culpable o no. Va y se te ocurre decir que no (¡se trataba de tu derecho a ejercer el criterio!), y terminas con que tienes que pagar hasta el juicio, juicio que de facto vas a perder, y si te pones un poco fatal, terminas amarrado a una camilla y conectado a una inyección intravenosa por la que fluye un cóctel de tiopentato sódico, con una porción de bromuro de pancuronio y el toque final de cloruro potásico. Y no escapas. Te vas completo. Peor que un ser viviente y simpatiquísimo y fácil con las chicas convertido en un bloque de hielo en la eternidad del Himalaya. ¿Mas a quién se le ocurre intentar convencer a un juez gringo de la solvencia jurídica del ejercicio del criterio que argumentaba el Apóstol? Joe Martí, your Honor. The Good Old Joe.

Bueno, aquí tenemos por fin una nueva novela suya. Después de La vida en dos, que Casa de las Américas se dignó a publicar en 1967, y que al rato mandó a retirar de los estanquillos, porque se enteró que Luis había presentado sus papeles para abandonar el país, los lectores cubanos nos quedamos con la sed. ¿Puede haber sed de Luis Agüero? Claro que sí, cuando se trata de un novelista de su estirpe. Y si quieren, no me hagan caso. Pero si les conviene participar en este jolgorio, y si quieren gozar de lo lindo con este criollísimo convite literario, uno donde está el muerto telero (no el telero de la acepción argentina de palo o estaca, sino el no reconocido por la RAE de la acepción cubana, que es un montón, una tonga) y las putas que dan al pescuezo (¿cuello? ¿pescuezo? Qué más da.) y unas socitas que no tienen pelos en la lengua a la hora de aconsejar a sus amigas del mejor uso que pueden dar a sus partes (unas «descarás» como decimos entre nosotros, pero qué ricas son, por Dios, como decimos los a su vez «descaraos» del otro lado) busquen su ejemplar en Amazon. Si no, allá ustedes. Ustedes se lo pierden.