domingo, 15 de abril de 2012

Ovejas tenemos, hermanos

En la tarde del 27 de junio de 1972, en la residencia que le habían dispuesto dentro del complejo del Kremlin, Fidel Castro sorprendió a sus encumbrados anfitriones soviéticos —nada menos que Leonid Brezhnev, Nicolai Podgorni y Alexei Koseguin— cuando les dijo a través de su pirovochi y antes de que ellos mismos lo escoltaran al salón donde se le habría de imponer la Orden de Lenin, que él quería hacerse una autocrítica. Se trataba de todas las acusaciones y declaraciones contra la URSS que había estado profiriendo en los últimos años (más o menos desde 1967, su quinquenio antisoviético, que precedió por unos 20 años a su período antigorbachev). Leonid Brezhnev, del cual no tenemos ninguna noticia de noviciado —como es el caso de Stalin—, se apresuró a quitarle semejante idea de la cabeza, y decirle que él era un respetable líder del movimiento comunista internacional y que a personajes de su estatura y relevancia no les estaba permitido lo que pudiera parecer, ni de lejos, una humillación. No lo dijo pero estaba de hecho implícito que en Moscú acogían con humor y buena disposición el regreso de la oveja descarriada a los brazos de la iglesia marxista. Una respuesta semejante a la del séquito del emperador Hiroíto al término de la Segunda Guerra Mundial, cuando decidió hacerse el harakiri, como correspondía ante el sufrimiento causado al pueblo japonés, acción detenida por los generales y altos dignatarios que decidieron ocupar su lugar en el ritual de muerte. Ahora, respecto del Comandante, tenemos una especie de regreso de la historia de la oveja descarriada. Pero esta vez con Dios, con el de verdad. Castro y Cristo. Tremenda combinación. O como le tildó un periódico italiano ante el rumor: “La última tentación de Castro”. La revisión actualizada la tenemos en la crónica de Anna Grau "Los 'conversos' del chandal" (ABC 15/04/12) donde da rienda suelta la visión de un Fidel Castro que, próximo a la muerte, descubre la necesidad de Dios. De cualquier modo, la oportunidad se perdió con la visita a Cuba de Benedicto XVI hace un par de semanas y con el desvanecimiento del rumor de que iba a confesar a Fidel. No sabremos ya si esto hubiese significado automáticamente un borrón y cuenta nueva al hecho de que la misma iglesia lo excomulgara en 1963. Aunque me imagino —y no dejo de lamentarlo, por esa idea que uno tenía de que iba a morir con las botas puestas— que pueda estar cagado de miedo porque se ve abocado a lo INSONDABLE, puesto todo con mayúsculas a la usanza de Alejo Carpentier cuando le daba por ser tremebundo. LO INSONDABLE, COMANDANTE. Desde luego, también habría que tomar en cuenta —a la hora de analizar los supuestos retozos finales de Fidel— lo que decía Elvis cuando le preguntaban por la ringlera de símbolos religiosos que llevaba colgados al cuello en una cadena, desde la estrella de David, cruces cristianas, medias lunas musulmanas, compases y reglas masónicas: “All this? Oh, man, because... porque uno nunca sabe quién te va a abrir las puertas del Cielo”. Y porque, por tal razón, él cubría así todas las áreas. To cover all the areas, man". Por cierto, ¿cuál será el símbolo de la santería cubana? ¿Una gallina prieta degollada? ¿Un coco rajado? Nunca vi ninguno en el panteón particular del cuello de Elvis. No previó a Ochún, ni a Obbatalá, ni a Elegguá, ni a los otros (porque son una pila) ciertamente. Regresemos a Fidel y al Papa. Estén seguros de una cosa, y esta es mi conclusión: que el Papa hubiese tenido una ardua tarea por delante con este cubano escapado del rebaño. Tenía que acomodarse en el confesionario portátil (previamente revisado hasta la última astilla, el último clavo, el último machihembrado, el último encolado, por los especialistas de Seguridad Personal) y disponerse a escuchar la confesión personal más larga de la historia, con su inmediato registro en los libros de Guinness, al lado seguramente del discurso (4 horas y 29 minutos) del propio sujeto en la ONU el 26 de octubre de 1960. En fin, hijo mío, ¿por cuál pecado comenzamos?