miércoles, 2 de mayo de 2012

Rogerio el adelantado

Respuesta por correo electrónico del escritor Rogerio Moya a la pregunta de si él fue el primer agraciado de nuestra generación que tuvo un Lada. (Haga click sobre cada imagen para ampliarla).

 [Abril 18, 2012]

Fui el primero en poseer un Fiat125M, argentino. Me lo dio el gobierno. En él montaba a nuestro poeta personal [Raúl Rivero], repleto de alcohol y poesía y se lo dejaba a la inefable [esposa] Iris, tranquilo en la cama donde el gordo soñaba cada noche una pesadilla diferente esperando esperanzado el arribo de cada mañana.

En él montaba Silvio y su guitarra. Lo llevaba a la Casa de Yeyé [Haydeé Santamaría, la dirigente histórica] y al aeropuerto de Rancho Boyeros camino a España, la ingrata, la de Machado y Miguel Hernández, la de Cortés y Pizarro, la de Arnaez y el Gallego Posada [el caricaturista y dibujante], nuestro gallego de San Antonio de los Baños.

En él montaste tú, cabrón, hijo de tu madre la Estrella, duende de la palabra, San Norberto de la Puntilla [una barriada del oeste de La Habana] y llenabas el maldito Fiat125M, argentino, de cuentos y novelas y plumas de pato [decenas de patos vivos que Moya me conseguía para nuestras comelatas; era la época del pato a la naranja, después de la película homónima de Monica Viti] y contrabando de pólvora y fusiles, camino al hotel Riviera para que sostuvieras oscuras entrevistas con los de Miami, en habitaciones llenas de luz y micrófonos de múltiples agencias secretas.

En él llevaba a Wichy [el poeta Luis Rogerio Nogueras] a sus citas amorosas y el abría la puerta trasera y se montaba una niña futura escritora de ficción científica y él le regalaba flores y se nos moría de su cáncer personal.

En él combatí sin tregua con muchas mujeres, inolvidables, perfumadas de olvido.

Cambié mi grabadora de micrófono integrado por la [letra] inicial de ese carro. Se iniciaba así un largo camino de renunciación. La palabra y el periodista morían vencidos por la gasolina de noventa y cinco octanos. La épica desgarrada se fraccionaba en mil pedazos a lo largo de calles y autopistas recorridas a más de cien kilómetros por hora; la metáfora ronroneante del motor tomaba por asalto mi alma. Le debo al Fiat125m, argentino, mi entrada al mundo real.

[En mensaje posterior] En l976 poseer una grabadora con micrófono integrado para hacer entrevistas y recoger testimonios era portentosamente exclusivo. Roberto Larrabure, el peruano del ICAIC [Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográficos] me la trajo de Panamá. Se la vendí a Arnaldo Zaragoza, un viejo dulcero de Caibarién, que era mi Jefe Tecnico de producción de reposterías [Moya había sido expulsado de la Escuela de Letras bajo los cargos de irreverente, bocón, indisciplinado, hipercrítico, insolente, malhablado e impertinente, y fue reubicado en una de las empresas que abastecía de confituras las recepciones de Fidel Castro en el Palacio de la Revolución; es fama que allí repartían coches con las dos manos entre los cargos administrativos, y como nadie se interesó por el pasado boconeril de Moya, le asignaron el flamante Fiat de marras]. Arnaldo me dio 550 pesos que me los trajo en un cartucho de papel craft manchado de manteca pastelera. Con ese dinero pagué la [letra] inicial del Fiat125M, argentino y pagué el primer mes del seguro. Sobraron 23 pesos. Al carajo la literatura y el periodismo. Viva la velocidad y la gasolina especial, para siempre.

Rogerio Moya, junto al poeta Raúl Rivero —lo más cercano a un Maiakovski criollo de que se dispone en nuestra cultura; Maiakovski con accesos de desacato antigubernamental y todo— fueron parte de las oleadas de adolescentes de las zonas rurales del país con que Fidel se propuso ocupar La Habana después de la campaña de alfabetización de 1961. Al parecer no había sido suficiente con el Ejército Rebelde bajado de la Sierra Maestra en 1959. Y como en Cuba cualquier cosa que no fuera La Habana, era rural, fue fácil conseguir decenas de miles de esos ejemplares en plena maduración de jovenzuelos. En la fotografía (arriba), tenemos desde la izquierda a Rogerio Moya, Raúl Rivero y alguien no identificado. Están de parranda en el Paseo del Prado habanero. Disfrutan de los carnavales que siguieron como una masiva actividad de consuelo al fracaso de la zafra azucarera de 1970. La zafra de promisión. Al menos Fidel nos había prometido que si se producían —producíamos, nosotros, el pueblo en su conjunto— 10 millones de tonelada de azúcar, las penurias se acabarían para siempre. Sin transición, directo hacia las sinecuras del comunismo. Oh, cómo soñábamos con aquel comunismo, donde todo te lo daban gratis y tú no tenías ni que trabajar. A cada cual según su necesidad, de cada cual según sus posibilidades, era como se decía que iba a ser las cosas. En fin, que los Mercedes Benz se podían coger como mangos de las matas. Mis necesidades siempre crecientes de Mercedes Benz. Tal zafra, por supuesto, fue la fórmula para que las oleadas de imberbes invasores de la capital de la oleada de 1961 se vieran colocados de nuevo en los pedregosos terraplenes y, mejor aún, frente al sofoco de las imponentes murallas de  los cañaverales, que debían derribar a machete y enviar para los ingenios azucareros donde se convertirían en los ríos de azúcar de nuestra definitiva redención. Regreso a los personajes de la foto. Rogerio y Raúl eran corresponsales entonces de la revista Alma Mater, de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU), como antes habían sido del periódico El Mundo, donde conocieron su primer entrenamiento como alumnos aventajados de la Facultad de Periodismo de la Universidad de La Habana. Siempre juntos. Siempre gravitando alrededor de un origen. Morón. Ambos procedían de Morón, una bravía región ganadera del oriente de Cuba donde recibieron la adecuada educación que se obtenía de los western de Randolph Scott en las tandas dominicales del cine Apolo, propiedad del padre de Julita Swuamberg. Todavía hoy ninguno de los dos se cansa de evocarla. La muchacha de clase media rural cubana de origen sueco. “Julita”, afirma Rogerio, “una rubita más dulce que comer con los dedos.” Su madre, la Sra. Swuamberg, daba clases de inglés en el instituto de segunda enseñanza del pueblo. Debía entrenarlos para la ilusión. Debía prepararlos para captar en aires de complicidad las bravuconadas de gavilla de Randolph Scott como Jim Kipp en El cazador de recompensas o el Ben Allison de Decisión al atardecer. Randolph Scott era el modelo a seguir a principios de los 50. Después fue Fidel Castro.


Codas

Hands up, bandits! —bramaba Randolph. Upplyft händer, banditer! —recibía el cerebro de la Sra. Swuamberg.

He aquí dos versiones de un mismo sujeto llamado Rogerio Moya. El apuesto y divertido joven de barba en la foto de los carnavales y el ceñudo personaje que mira al fotógrafo de la contraportada de su primer libro como quien enfrenta el pelotón de fusilamientos. Transcribo la dedicatoria en la página del título para hacerla comúnmente legible. Norberto  tu literatura, genuina forma de decir el ahora, sí ha sido fuente para mi trabajo. Revolucionario sensible no eres ajeno a estas páginas pues tú también las has vivido Un portentoso abrazo   Moya
18 -6 -81

El mensaje de Rogerio Moya de abril 12, 2012 se publica con autorización. Las aclaraciones entre corchetes son de este autor. La fotografía es de la colección de Rogerio Moya. Copyright © Rogerio Moya.