miércoles, 6 de junio de 2012

La segunda bendición

La fidelidad de la iglesia católica a los gobernantes cubanos es inmutable. Está probada históricamente. Casi una fatalidad. ¿Entonces a qué quejarse porque quiera servir con la misma profesional devoción a los actuales gobernantes? ¿Por su origen comunista? Ay, no me jodan. No obstante, podemos entender el sentido clasista de las quejas contrarrevolucionarias. Es lo que pasa cuando los poseedores se transforman en desposeídos. (Carlos Marx invocado. Querido Carlitos. No es que tu fantasma recorra esta cuartilla. Es que los atenazas por el cuello). En realidad, esta hermandad tuvo el único slump de su historia a partir de la Revolución triunfante y sobre todo de que Fidel y su cohorte de irascibles comandantes comenzaran con la martingala de las medidas económicas (léase intervención, nacionalización, expropiación) cada vez más radicales, que a su vez eran respuestas a las piedrecitas que empezaban a tirar las llamadas clases dominantes, o más bien, en lo que a Cuba respectaba, clases en claro proceso de extinción.

Hete aquí el meollo del asunto. No se trataba solo de unos “nuevos gobernantes”, más o menos sinvergüenzas y/o viles ladronzuelos como los de los cinco siglos anteriores bajo las cuatro banderas que dominaron Cuba desde su existencia como territorio reconocido por los hombres blancos. El problema era que respondían a otra clase. En ese contexto, el mayor error de la iglesia cubana fue continuar identificándose con aquel pasado de cinco siglos que inauguraron los sacerdotes que desembarcaron con los conquistadores. Qué cosa. Siempre hay un desembarco y detrás, apresurado, el frufrú de la sotana del sacerdote de turno. Pero lo peor fue que jugaron las mismas cartas de la burguesía nacional, que fue abdicar ante la expectativa de que los yanquis venían al otro día y les daban tafia a los comunistas y devolvían las propiedades a sus legítimos dueños. Digo error histórico porque no acabo de encontrar la dependencia del apostolado de la fe cristiana con la plusvalía que se embolsaban Sarrá, Lobo o Bacardí. Y, total, los curas se pasaron todo el mes de enero de 1959 en estrecha y diligente colaboración con los rebeldes a cargo de las ejecuciones. Preparen ahí siete hombres y el curita, que ahorita tenemos fiesta. Eso era de oficio. Primero la confesión y luego los siete cuerazos de Garand M-1. Se me ocurre pensar, siguiendo este orden de ideas, que también pudieron bendecir todas las empresas y pequeños comercios que la Revolución iba expropiando. Ellos mismos habían bendecido la inauguración de cuanto negocio se abriera en Cuba. Así que pudieran regresar para la segunda bendición. En definitiva, hubiese resultado una escena de mucho mayor nobleza que la de un curita musitándole a un asesino que hasta el día de ayer era oficial de la policía y que se está yendo en mierda ante las presencia de los siete hombres que lo van a reventar a balazos que un segundo después de eso va estar en la gloria. Aguas pasadas nunca mueven molino, como dice el refrán. Pero lo curioso es que por una vez, cuando la iglesia ve la culminación de su paciente trabajo de años por recuperar su posición a la diestra del trono, cuando por fin logra que se le abran las puertas del palacio y puede considerar como superado aquel enorme error histórico de aliarse con las clases dominantes y que les llevó a oponerse a una Revolución con abrumador apoyo popular, de quien recibe un encarnizado y furioso ataque es de la misma contrarrevolución de la que ellos una vez fueron parte indisoluble y emblemática. No se olviden, señores, que cuando se acabaron los batistianos, toda la contrarrevolución cubana que vino después enfrentó los pelotones de ejecución al grito de ¡Viva Cristo Rey! La vieja burguesía anonadada.

Quizá uno de los desastres de conducta más odiosos de la contra exterior es como empujan a los de allá adentro —en la isla. Así tenemos que Jaime Ortega, que los ha servido con tanta fidelidad, es ahora el enemigo. Claro, él es el que está en la candela. Adentro. La labor de zapa sistemática de Miami tiene una explicación. Es que se ven cada vez más lejos del pastel. 90 millas es una barbaridad de distancia cuando se trata de tomar el poder en La Habana. Y ellos mismos se dan cuenta de que el tan añorado día, lo que puede ocurrir es que Guillermo Fariñas y Yoani Sánchez y Osvaldo Payá y los otros patriotas asciendan por el mármol de esas escalinatas del Palacio de la Revolución (¿le dejarán el nombrecito; bueno, ya una vez fue Palacio de Justicia) para hacerse cargo del poder. Y déjenme decirles algo: lo primero que van a ordenar es la instalación en la losa del aeropuerto de Rancho Boyeros de una de las veteranas baterías de ametralladoras de cuatro bocas con la orden de abrirle fuego al primero que desembarque del vuelo de Miami. Disidentes es una cosa, pero bobos es otra.

Jaime Ortega de Alamino. Estoico. Afable. Durito de mirada. Vio la oportunidad que se le ofrecía y la asumió, y detrás de él se fue el resto de la institución. Desde luego que a partir de entonces iba a estar el servicio de una casta gobernante que lo único que se le puede añadir para hacerlos parecer detestables es el adjetivo de comunista. Pero los vicarios de Dios de nuevo en su papel. A bendecir cuanta cosa le den oportunidad. El conflicto, no obstante, es que los soñadores no quieren diálogo. Ellos no quieren otra cosa que no sea el poder. Raúl Castro se lo tiene que haber advertido al cardenal. Lo tiene que haber preparado, puesto que es la mejor fórmula de afianzar una alianza. Se estaba metiendo en un juego que produciría un enemigo automático: Miami. Lo estoy viendo clarito, el gesto fraternal de Raúl, su sonrisa solidaria con el prelado, apretar su mano, y decirle: “Pero no se preocupe, Su Eminencia, que eso no hará otra cosa que aislarlos cada vez más”. Y Jaime asiente. La consigna es milenaria en su institución. Con la cruz y con la espada. Otra cosa curiosa. Si alguna vez —pese a todo— se produjera el famoso desembarco, ya no habrá sacerdotes para acompañen a las fuerzas de intervención. Porque hace rato que ya están instalados en Palacio. Hasta una capillita parece que erigieron al lado de la oficina del Primer Secretario.

Texto aparecido originalmente en La Cubanada, mayo 20, 2012.