martes, 15 de enero de 2013

Trova

Lourdes Curbelo tuvo dueño.
Leí por ahí, en algún sitio oficial cubano, redactado con toda solemnidad, el reclamo de que no debíamos dejar pasar este año sin rendir el debido homenaje al 30 Aniversario del unicornio azul de Silvio Rodríguez. Este año, el 2012, de cualquier manera se ha ido. Pero, según mis archivos son 32 y no 30. He estado una semana desempolvando libretas, atados de notas, files, hojas sueltas, y por fin apareció. Sabía que estaba en algún lado. Que había una constancia escrita y no solo la del fluir de las imágenes en mi memoria, el Silvio de aquella noche que cruzaba la calle Infanta, guitarra y botella de ron en manos, acabado de bajarse de una guagua, que se dirigía hacia el inmenso portal del edificio de Radio Progreso donde Lourdes Curbelo y yo lo esperábamos. La botella desnuda, sin envolver en un cartucho ni nada que la escondiera, pero sin descorchar. Yo le estaba explicando a Lourdes Curbelo la clase de antro que era el cabaret visible justo en las acera de enfrente, que se llamaba Las Vegas, con su anuncio de letras del viejo oeste empotrado en la fachada y el cactus de cerámica acompañante y que había sido propiedad en algún momento de un revolucionario tan enloquecido como sediento de notoriedad llamado César Vega, cuyas principales acciones de guerra habían sido robarse el abrigo con el que Batista dio el golpe de Estado (al parecer se hallaba en unas vitrina de alguna institución castrense, expuesto para la veneración) y más tarde lanzar con su puñado de fieles una peregrina operación de desembarco en una especie de banco de arena de propiedad británica, bastante alejado de las costas de Cuba, la verdad, que ocasionalmente aparece en las cartas navales como Cayo Sal, donde plantó la bandera cubana sobre un terrón de arena y profirió desafiante gritos de abajo Batista. Después tuvo otros avatares, y hasta otras invasiones, como su intento de ocupar la República de Panamá, con el canal y los americanos incluidos en el paquete, pero eso ya me aleja de la descripción política de César Vega, propietario del cabaret sobre el cual yo instruía a Lourdes Curbelo mientras esperábamos a Silvio.

Seguimos. Las Vegas había sido después un escenario de los Tres tristes tigres de Guillermito (Cabrera Infante) debido a una cantante de boleros llamada Freddy cuyo nombre verdadero era Fredesvinda García Valdés, una mulatona que pesaba como 300 libras y con unos dedos como chorizos, esto último según los Tigres, la novela de Guillermito. Y, luego, lo mejor, cuando triunfa la Revolución y Las Vegas es invadida por el comandante Efigenio Amejeiras y su aterradora guerrilla conocida como los Maus —Maus de los Mau-Mau, la rebelión de los kikuyos de Kenia. La balacera que armaban allí cada noche parecía ser parte del menú. Se movían entre este lugar y una cafetería llamada Wakamba, a dos cuadras en paralelo, hacia el sur. De modo que, cuando hubo que cogerlos presos, se dice que a Raúl Castro (actual jefe del Ejército y Presidente de la República) le bastó con situar dos enormes camiones Zil de guerra y trasvasar a los clientes de ambos sitios a la oquedad militar de aquellos vehículos. Y de ahí para los campos de trabajo. Desarmados, por supuesto.

La educación de Lourdes Curbelo era algo que yo me tomaba muy en serio. Resulta fácil explicar que no existe placer comparable al de tomar a una cubana, veinteañera, rubia y de ojos azules y enseñarle las cositas de la vida. Esas niñas nacen para que uno las eduque. Ustedes me entienden, ¿verdad? Yo estaba, pues, en este capítulo de la universalización de la enseñanza de Lourdes Curbelo, cuando Silvio, sonriente y ligero de equipaje, apareció en medio de la calle Infanta, cabaret Las Vegas a su espalda y nosotros en el portal iluminado de Radio Progreso, que lo esperábamos. 14 de enero de 1981. Hacia las 8.15 PM. Tenemos los livianos yaquis del aún más liviano invierno cubano. Creo que los tres yaquis eran iguales. En todos los casos procedían del ejército o del sistema de becas nacional. Solo cambiaba el color, carmelitas los de becas, y verde olivo los del ejército, que en todo caso estos últimos se aconsejaban teñir para que no te cogieran preso. Ay, cojones, qué pobres pero qué felices éramos.

Apenas había carros en aquella otrora transitada Avenida de Infanta, por lo que Silvio no corría peligro alguno en acabar de cruzar la calle. Tampoco nadie reparaba en el trovador, el que —valga resaltarlo— en el día de hoy es objeto del presente merecido homenaje y del que se nos informa no dejar pasar el 30° aniversario de una de sus composiciones. Un tipo de su oficio y nombre no hubiese podido dar un paso sin que lo abordara una muchedumbre de encontrarse en cualquier otra latitud. Las muchedumbres, en aquella época nuestra, eran solo para Fidel, algo que todos comprendíamos, y la tarea de contenerlas sin ocasionar una masacre caía en el área de responsabilidades de Seguridad Personal. Los músicos famosos, incluso los ídolos de la era del rock (y ya Silvio lo era, cuidado), de vivir en Cuba, andaban en guagua, y tan campantes. Y además Silvio lo asumía ostensiblemente. Era él y su guitarra en un Leyland del servicio público. Y tan campante. Yo una vez vi a Bola de Nieve, el legendario Ignacio Villa, también en una guagua que iba por la calle Línea, rumbo a su actuación en una especie de piano bar que el Estado le había entregado casi en usufructo. Bola era un negro fornido y discretamente amanerado pero que nunca ocultó su homosexualidad y el que un día al desembarcar en el aeropuerto de Orly, con su elegante abrigo negro, sus borceguíes y su sombrero de Boston, guantes adentro, y bufanda roja al cuello, el agente de inmigración francés le preguntó, con toda cortesía: “¿Y contra quien va a pelear hoy, Monsieur?” Se había montado en aquellas guagua, bastante repleta, sábado por la noche, figúrense, cuando un vozarrón desde el fondo del vehículo exclamó: “Esta guagua esta buena, caballeros. Aquí está el Bola”. Y el ademán del chófer, tapando la alcancía para impedir que el Bola depositara la moneda de cinco centavos del importe de su pasaje: “En mi guagua, el compañero Bola no paga”. En el caso de Bola, imagínense a Liberace en el metro de Nueva York; en el caso de Silvio, a Bob Dylan. Son los equivalentes exactos.

En fin, que Silvio terminó de cruzar la calle, besitos a Lourdes Curbelo, estrechón de manos conmigo y expresión de felicidad de ambos por los muchos años que no nos complicábamos juntos en algo. Dos días antes, sábado 12 de enero, a la caída de la tarde, nos habíamos encontrado en la Plaza de la Catedral. Nos tomamos unos tragos en un restaurante que servía en unas mesitas que disponía en el portal y yo, que no tengo otros discurso musical que no sea el de alabar a Elvis, empecé a lamentar la muerte del King un par de años antes. Silvio aguantó la descarga con entereza y yo diría que hasta con compasión e incluso que se le humedecieron los ojos ante mi desconsuelo. Fue entonces que me sacó su muerto. Uno fresquecito. John Lennon. No cumplía ni un mes y cuatro días de asesinado. “Acabo de componerle una canción”, me dijo. “La voy a grabar el lunes. ¿Quieres ir?” Una canción que luego resultó ser El Unicornio Azul y que él había hecho en memoria de John Lennon. Bueno, en realidad la cosa había derivado hacia esta invitación. No es mucha la data. Pero suficiente para establecer el hecho con todo fundamento. Está en la última hoja de una libreta en cuarto. Son 77 palabras, de las cuales hay siete ajenas a mi puño y letra y unas 13 que resultan, hasta el momento, ilegibles o poco confiable su interpretación. De cualquier manera puede servir para que los historiadores de la música cubana establezcan el 14 de enero de 1981 como la primera vez que el trovador Silvio Rodríguez Domínguez grabó su composición. Ya estaba compuesta, no hay que ser un genio para colegirlo. Tú no puedes grabar una pieza que todavía no has compuesto. Esta claramente escrito en la libreta que era el 14 de enero. Aunque también cometí uno de los errores más comunes de enero: citar el año anterior. Lo demás —hasta donde he llegado en mi decodificación— son notas inconexas sobre algunas observaciones del mobiliario y una explicación que me dio el productor Albertico Fernández que también dirigía Nocturno, el programas más emblemático de la radio cubana “orientado” a la juventud, respecto a su escasez de material de grabación y lo que lograba “rapiñar” (sic) en lugares como el Pabellón Cuba. La primera nota es de Lourdes Curbelo. Jodedor internacional subrayado ya es lenguaje profesional norbertiano asimilado por Lourdes Curbelo de mi educación. Trataré de hacer memorias del porqué de su amenaza. Lo que sí doy plena fe ahora, es que Silvio terminó su descarga y la botella de ron —con mi ayuda eficiente— hacia la medianoche y que, por donde vinimos, nos fuimos. Los Ladas comenzaban a repartirse tímidamente, aún no para los artistas, y aunque ya habíamos pasado del susto del Mariel y la subsecuente emigración de más de 100.000 cubanos, éramos fieles a la Revolución, por lo que podíamos seguir montando en guagua durante muchos años más. (Todavía no lo sabíamos, mas algo se había fracturado definitivamente en la sociedad cubana). Entramos en la puerta del estudio una noche de lunes 14 de enero, una como esta, y a esta misma hora, 32 años atrás. Para despedirnos nos abrazamos, apretujados en nuestros yaquis teñidos. “Bárbaro el unicornio ése, Silvino”. Y cada uno por su lado. Bueno, aclaro, Silvio por el suyo y Lourdes Curbelo, conmigo, por el nuestro. La silueta de Silvio con su guitarra se perdió en la noche.
Coral Gables, 14 de enero del 2013.

La versión completa del texto se reserva para el libro en preparación Peligros de la memoria.