miércoles, 27 de marzo de 2013

Ubérrima latitud


Cuba hizo el milagro de la revolución sin perder la alegría y sin renunciar a la serenidad. Alegre y serena —que no impaciente y torva— Cuba, enfrentándose a todas las adversidades, supo buscar lo esencial sin desnudarse de lo bello adjetivo. De ahí su milagrosa compostura, su entereza, su elegancia airosa.

El viajero, en esta ubérrima latitud, va de sorpresa en sorpresa y de pasmo en pasmo, sin sobresaltos y como sintiéndose natural actor del espectáculo que contempla. Esta es, quizás, el más noble entendimiento del acontecer histórico tal como Séneca quería ver las conductas: mesuradas hasta en el sufrimiento. La eficacia cubana no se produce a pesar de su peculiar sentido de la existencia sino precisamente por él. La lección de haber sabido demostrarlo puede aprovechar a la humanidad entera. En Cuba, la revolución no es máscara sino esencia, tuétano, ánima.

Camilo José Cela.

La Habana, 19 de febrero de 1965.


Ese 19 de febrero yo estaba del bando más apaleado. De los que debíamos sufrir con mesura. En fin, llora pero que nadie te oiga. Un tal Séneca trazó la norma y Don Camilo la repetía. Don Camilo, aquel día, una especie de turista gallego que aterrizaba por unas horas en La Habana y, siguiendo la costumbre de los intelectuales occidentales de la época, soltaba su discurso solidario. Claro, Franco había abierto las puertas y había determinado aquel decreto verbal famoso de que con Cuba todo menos romper relaciones. Así que por esa avenida se lanzaron todos los españoles de la generación tardía que añoraba hacer las Indias, empezando por los Barreiros y su línea completa de producción de camiones que Fidel se encargaría de explotar al máximo en sus proyectos viales e hidráulicos y cañeros y —con mejor suerte para nosotros, los aún muchachones— hasta la Massiel y los Bravos y los Mustang, amén de las colecciones de Seix Barral y Plaza Janes que Heberto Padilla adquirió a precio de crédito que, yo creo, aún deben estar por pagar.

En ese contexto Camilo pertenecía a la primera oleada de gallegos advenedizos aceptados por la Revolución, pero no de peón de albañilería en la construcción del Capitolio Nacional como el gallego Lister, el mentado general de la Guerra Civil, ni para establecer una de las tiendas de víveres que abastecían las barriadas cubanas. Los dos gallegos mayores se ponían de acuerdo, Franco desde Madrid y Fidel desde La Habana, con el gallego Baudilio Castellano, el “Bilito” de la infancia de Fidel en la finca de Birán como intermediario, y Don Camilo se deslizaba por ese entresijo. Aunque su cita verdadera en La Habana era con un gringo. Hemingway. Tengo entendido que la última (y sin duda la más emblemática) vez que se vieron fue el día de la muerte de Pío Baroja, cuando Hemingway declinó ser uno de los portadores del féretro y Don Camilo sí fue uno de los que se echó al aleve anciano en el hombro, mientras escuchaba al personal de la funeraria decir (había que bajar al vejete con su caja por unas escaleras) que las partes más difíciles eran las esquinas. Bien, pues, ahora Don Camilo está en los predios del otro muerto y curiosea en su Royal Arrow portátil y entre los libros (están los suyos, dedicados, uno por uno) y hasta se sienta en la poltrona sagrada, todo bajo la atenta mirada de Fernando G. Campoamor, el colorido director del Museo Hemingway, que se supone sea un escritor y un playboy y un exquisito catador de los rones cubanos, y que tenía el lustre de ser uno de los pocos amigos de Papa con pedigrí intelectual, y René Villarreal, el mayordomo de la hacienda que una vez otro escritor cubano, Edmundo Desnoes, describió como un esclavo que caminaba con el sigilio de una pantera y que de alguna manera remedaba en mis composiciones mentales el vínculo de Mandrake el Mago con el negro Lotario y que uno, en su ardiente corazoncito de bolchevique educado por Fidel Castro (después de las lecturas durante su infancia de aquellas historietas cumbres del racismo yanqui) siempre esperaba que el leopardo René se revirara y se jamara a B´wana Hemingway. Intoxicado que uno se ponía con este encuentro de lecturas de las aventuras del hijo de puta de Mandrake con el nacionalismo de las novelas de Desnoes, excelso y primero de los autores nacionalistas cubanos que renunciara a ser cubano y vive en Nueva York desde hace 40 años. Estamos llegando al final del objetivo de la presente nota, que es dar fe de Camilo José Cela en la siempre fiel isla, y dentro de la isla, en la Finca Vigía, en una época que yo ni me imaginaba que Don Camilo se convertiría en uno de mis escasos héroes literarios y mucho menos que se despachaba a su antojo por unos predios que el destino reservaba para mi usufructo. Así pues, Mission Accomplished. Si quieren extenderse en algunos detalles sobre la visita busquen el reportaje de Fernando G. Campoamor —más sobre sus habilidades como anfitrión de Camilo José Cela que sobre su presencia en Cuba y la Finca Vigía. (“Cela con Hemingway”, en Bohemia, número 39, septiembre 24 de 1965). En última instancia, el testimonio es lo que queda.

Advertencia: Los cubanos decimos sigilio. Me imagino que lleven toda la razón. Sigilo tiene la inequívoca presencia de la delincuencia, del robo, del antifaz y la cachiporra. Pero sigilio es alevoso, artero, agazapado, que llega sin avisar y saz! te rebana el cuello con sus zarpas, que para algo son felinos.